

UNA CALLE DE LA
VIEJA DATA

Boyacá conserva los aires de los antiguos camellones. Aunque observadora ajena de los cambios de Medellín, ha presenciado toda su evolución. Incluso, algunos de sus trayectos siguen empedrados. Conecta tres iglesias que algún día fueron las más importantes de la villa de la Candelaria, hoy Medellín.
Sus transeúntes parecen atrapados en una época de antaño; usando sombreros, zapatillas lustradas, camisas elegantes, pantalones con pliegue y relojes brillantes. Aún con la edad de Matusalén frecuentan la calle Real, ya sea en la búsqueda de parafernalia para sus ranchos, lanzar plegarias al misericordioso, compartir un tintico o chasquearse las chachas.

La Boyacá de hoy.
Ocho de la mañana. El sol es cálido y abrazador, las calles están serenas y solitarias, solo puede escucharse las respiraciones de bultos envueltos en viejas y sucias cobijas, que en su defecto son bolsas y cartones. Los cuerpos en forma de oruga comienzan a retorcerse por el frío y el hambre.
Las rueditas de carros y grandes paquetes se movilizan hacia las calles. Las parafernalias comienzan a organizarse por tonos, tamaños y utilidad predeterminados; películas, medias, libros, perfumes, relojes, y otros objetos se exhiben esperando mudarse de lugar antes de que caiga el ocaso. Los trabajadores son las primeras almas que resuenan en los rincones de la ciudad, la movilización es sencilla en estas horas, contrario al tren, el cual parece una lata de sardinas envuelta en splash de pera y lagañas secas.
Doce del mediodía. Las dinámicas cambian, las calles se estrechan, los pasos se tornan lentos. El sol vehemente e intenso se cala por los poros, el sudor se desliza entre los cuerpos, los gritos ensordecen y retumban entre el amasijo de olores. Lleve las frutas, lleve los libros, lleve el veneno, lleve la película, pero lleve algo.
Los pregoneros son los personajes principales en el esplendor de la tarde. Sus potentes voces evocan una y otra vez el mismo discurso jocoso, familiar y elocuente, capaz de engatusar hasta al más perspicaz.
Cinco de la tarde. Es la hora con mayor flujo del día, el pico, no solo de gente sino de calor; los dos se instalan con intensidad. Los pasos son pausados y torpes. Los “gatos” acechan cualquier descuido entre la multitud. Los bolsos, maletines y carteras se aprisionan en el pecho de sus propietarios.
El crepúsculo se apodera de la urbe. Las mercancías que no lograron subastarse se acumulan entre otros artículos que quizá, mañana podrán ser vendidos.
Empanadas frías, camisetas chiviadas, buñuelos acartonados, tenis de primera que parecen de segunda, frutas magulladas. Todos bajan abruptamente a mitad o menos de su valor inicial.
Paralelamente, las “chachas” suben sus tarifas y culminan los contratos que pactaron en la tarde. La noche cubre las calles, comienza a surgir lo políticamente incorrecto. La purga noctívaga usurpa toda pizca de moralidad, la hora correcta para aquellos mundanos que habitan la Medellín profana, tetona y pícara.
Fluye, se habita y levita
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