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Ermita de la Veracruz de los Forasteros

A una cuadra de la estación Parque Berrío, rodeada de comercio de todo tipo, se encuentra la Iglesia De La Veracruz. Está pintada de blanco; el color de la pureza, lo que no encuentra correspondencia con los imaginarios de ciudad. Su construcción fue terminada en 1712, el mismo tiempo en el que se le conocía como "La Iglesia de los Forasteros", ya no se le llama así, pero aún sigue siendo el lugar de encuentro entre quienes quienes compran y venden placer.

El ocaso se apoderó del paisaje que una ciudad, más poluta que primavera, desistió de ver. Ya se han secado las calles que la lluvia alarmó deshabitar. Los vendedores de papa criolla, mandarinas y aguacates se desplazan hacia la avenida del Ferrocarril; mientras que la mayoría de los civiles se aproximan hacia el oriente, queriendo llegar a una estación de metro, a través de la calle Boyacá, antes de la desesperante hora pico.

“Hare Krisna/Hare/Hare Krisna” resalta entre cualquier otro sonido. Son casi las seis de la tarde, hora en que la comunidad religiosa devota de Hare Krisna sale de Govindas, un edificio de cuatro pisos que funciona como su principal recinto de alimentación y meditación en Medellín. Hora para adorar desde la calle a su dios, el cual, más que su máxima adoración, es el objetivo de su actuar y su pensar en la vida.

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-Amor, ¿cuál le gustó? Comemos vagina culo de todo.

-Vengan mis amores. Sin pena.

Aquellas expertas en mantenerse de pie por largo tiempo usando zapatos de plataforma, se percataron de cómo un grupo de cinco varones -que sumaban más de 250 años entre todos- las miraban de arriba abajo. Sin pronunciar palabra alguna y para el desagrado de las prostitutas, respondieron con risas en vez de propuestas.

Ese pequeño diálogo captó por segundos la atención de todos. El ritual “Hare Krisna” pasó desapercibido. Don Olmes Duque Álvarez sonrió a causa de ese diálogo procedente de la esquina izquierda del templo.

La lluvia se acomodó de nuevo como un fantasma gris, en una calle gris, en una ciudad gris. Zigzagueando turistas y locales entre coloridas carpas y plásticos desteñidos. Mientras que las chicas de las risas y las minifaldas, se ubicaron en “el corazón de Medellín”, como enuncia el lema del almacén de artículos religiosos donde se detuvieron a escampar.

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Entre la fuente y el portal que se localiza en frente de la Iglesia, hay una alcantarilla absorbiendo toda el agua que se ha acumulado.

Cuenta una leyenda urbana que la población de las ratas que hay en alcantarillas como esas, supera la de los seres humanos. Deja de ser leyenda cuando un estudio en el año 2015 de la Universidad de Antioquia afirmó que en Medellín hay diez ratas por cada habitante.

Olmes asegura, como cuál Joe Gould aseguró a Joseph Michel haber escrito la historia oral de nuestro tiempo, que: “aquí hay un señor que es amigo de las ratas. Debe estar que viene. Las alimenta todos los días con rondallas –galletas de leche- y ellas salen, de a una, y se las reciben.”

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Sombrilla verde. Carrito azul de supermercado. Una cajita que alguna vez estuvo atiborrada de dulces. Dos termos tinteros. Una nevera de icopor. Sin duda, esa es la chaza de Don Olmes, un pereirano de nacimiento, urabaense de juventud y medellinense por el resto de su vida.

Ya son más de cuatro años trabajando al lado de un señor que aparentemente es más viejito que él. Ambos ubicados en la esquina de Carabobo con Boyacá, pleno atrio de la Ermita de la Veracruz de los Forasteros. Los tinticos, los dulces, el agua y los cigarros le permiten, si acaso, pagar una pieza diaria por 12 mil pesos y comer cualquier cosa, si es que el tinto no es suficiente para embolatar el hambre.

Don Olmes tiene 62 años, le faltan 28 años para cumplir su edad máxima deseada. Dice que aún hay tiempo para cumplir su sueño de predicar la palabra de dios y multiplicar las acciones de Jesucristo, lo que lo haría un hombre mucho más feliz.

Tiene una hija de 35 años, quién lo acompaña a ratos mientras: “voltea por estos lados”, como dice él. Dos de sus nietos, vestidos con pantalones camuflados se acercaron a saludarlo, “abuelo, regálame un tinto”. Don Olmes rebuznó por su conchudez y los miró con esa rabia que produce el amor no correspondido. Antes de irse tomaron una pequeña cuchilla, de esas de afeitar, y con un pulso admirable pulieron sus cortes de cabello, justo en la barbilla, para luego continuar su camino hacia el occidente. Es como si una señal de prohibido parquear, ubicada metros más debajo del lugar de su abuelo, los hiciera huir.

Marlon es un cliente fiel de Don Olmes, se acercó en un tono coqueto -muy propio de ese lugar- queriendo compartir también, la historia de su vida y cómo la mensajería lo obliga a recorrer diaramente el sector de la Veracruz. El tiempo que demoran tres cafés en ser consumidos, tardó él en explicarme el antes, el durante y el después de su paso por la cárcel Bellavista. Además, su fidelidad por un dios católico, distinta a la del dios pentecostal en el que cree Don Olmes.

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Deshabitada. Así pocos tienen el honor de verle o de temerle. La parte delantera de la Iglesia de la Veracruz se está quedando sola. La noche conduce a emigrar, a llenar espacios menos libres. Gracias a ello, fue menos tortuoso alcanzar el paso rápido del señor de las ratas, un viejito que no supera más de un metro con 50.

Él, presuroso, temiendo de una grabación ante cámara que nadie le ofreció, continuó con su recorrido rutinario vendiendo dulces en una pequeña caja por todo el centro de Medellín. Dijo en esa tarde gris, que no tenía galletas para las ratas. En cuestión de minutos desapareció, disuelto como la lluvia, como alma que lleva el viento gris de esta ciudad gris.

Un ocaso en La Veracruz

Por: Valentina Arango Correa. 

@2017 Diseño, fotografía, audios y textos por: Valentina Arango, Mariana Martínez y Andrea Orozco. Mapa y edición de vídeo: Ricardo Castro. Ilustraciones: Luis Jímenez. 

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